Los pies se ven blanquísimos, fríos, tiesos, cuando se arrancan las medias que, en la sacudida, rocían a veces talco, a veces tierra.
Debajo, sobresalen hinchadas marcas bajo la raíz de los dedos, donde se flexiona el pie y siente el peso de las maletas y una vida incierta.
Son ampollas que los caminantes venezolanos llevan consigo, para recorrer los 196 kilómetros entre Cúcuta y Bucaramanga, y que en el diminuto puente ubicado a la entrada al barrio Chíchira (Pamplona), revientan una y otra vez, lamentando el duro trayecto y el que falta por recorrer.
La caminata, lo que dejaron atrás, y los motivos para salir, son lo más difícil, dicen, al tomar la decisión de cruzar la línea fronteriza para aventurarse hacia lugares desconocidos, con la esperanza de trabajar, enviar algo a los que se quedaron, y seguir viviendo mientras se arregla Venezuela.
Fuera de Cúcuta, todo es distinto, pues dicen que el trato displicente se compensa en el trayecto y en el punto de quiebre de muchos: Pamplona.
El frío, los miedos, el cansancio, se unen allí, tras dos días desfilando por la vía nacional, con esguinces, principios de hipotermia, confusión, dolor de cabeza y desgarres.
Es ahí donde las chanclas se revientan, donde los pies no dan más, donde el ánimo flaquea, pero también, donde un oasis de bondad los reanima.
Desde Valencia, Guárico, La Guaira, Puerto La Cruz, Caracas, Maracaibo, y distancias cada vez más lejanas, los venezolanos indocumentados llegan a Cúcuta, en su mayoría por trochas. La falta de papeles los obliga a caminar durante cinco días, hasta Bucaramanga.
Su trayecto incluye tres horas de camino, pegados al filo de las montañas de unas vías hechas para automóviles y tractomulas, jamás para flacos venezolanos con maletas.
Media o una hora de descanso, y siguen, silenciosos, casi sin disfrutar del paisaje, con la mirada al frente, o al piso, dependiendo del ánimo.
Los que van con familiares y amigos, lo hacen más entusiastas que quienes transitan solos, o sintiendo que lo están.
Las mujeres solas, o con niños, tienen más suerte y logran que conductores de camiones, buses y carros particulares, las lleven por tramos.
En la estación de gasolina ubicada en la salida de Pamplona, a Luis Miguel Figueredo le tiemblan los labios, las mejillas, las manos, las pupilas, pero no de frío; tiembla cuando recuerda.
Aunque va con su prima, que lo anima para que continúe, está acongojado.
Hace un mes y medio empezó su travesía. Estuvo un mes en Cúcuta, durmiendo varios días en la calle, hasta que logró trabajar una semana, conseguir “los pesitos”, pagar un arriendo, y el domingo 19 de agosto salió a las 4 a.m. El martes, a las 9 a.m. estaba en esa estación.
“Todo este esfuerzo es porque tengo un hijo de cinco añitos”, dice, mientras piensa en que solo tenía para comer “cambur verde sancochado, y… Bueno, me van a hacer llorar”.
Sus pies resumen el trayecto: chanclas, medias envueltas en bolsas plásticas, y unas almohadillas hechas con espuma de alguna colchoneta, amarradas para proteger los pies ampollados.
“Me regalaron unas chancleticas porque las que traía me dejaron a mitad de camino, en Pamplonita; allá abajo se reventaron”, cuenta este escultor, que sabe trabajar con yeso, es constructor y carpintero. “Lo único que en realidad no he trabajado es mecánica, pa’ no mentir”.
Además de gratitud hacia los colombianos, que “en ningún momento nos han salido con una patada, como decían”, habla de su deseo de encontrar un trabajo y traer a su esposa y su hijo, con quienes solo ha conversado en tres ocasiones.
“Me cuesta hablar con ellos porque cada vez me voy en llanto… Me hace mucha falta mi hijo”.
La ruta es dura y se padece con el frío. Cuando se detienen en la vía piden ‘cola’, un aventón, extienden cobijas y usan las maletas como almohadas para estirarse. Los niños reposan en coches cuyas llantas van chuecas.
En la ruta, se pierde la noción del tiempo.
“No recuerdo qué… Un viernes 10 llegué a Cúcuta y de ahí en adelante, puro caminar”, dice Kenny Rojas.
Hace largas pausas en su relato, empecinado en no quebrarse, pero la cabeza gacha, los suspiros, dicen todo.
“Lo más difícil…”, y da un resoplido profundo, “los recuerdos de la patria y los hijos… Pero pa’lante”, dice, agradecido con los colombianos, de quienes tenía otro concepto pero cuya colaboración lo mantiene, al igual que esos recuerdos que rumea solo en la carretera.
El frío del Páramo
De La Laguna (Silos) hasta el páramo de Berlín (Santander) se recorren casi 40 kilómetros. Dependiendo del ritmo, se puede llegar pronto, como le ocurre al grupo de cinco amigos que conformó José Rafael Mora, quien partió a las 5 de la tarde del sábado, desde La Parada (Villa del Rosario), y el martes, a mediodía, iba en el páramo.
“La primera noche nos acostamos a las 12:45 por allá en un monte, llegó un carro y hasta nos asustaron, pero llevaba comida. Nos paramos a las 3 de la mañana, seguimos el recorrido y llegamos a Pamplona, a las 6 (p.m.)”, cuenta. “Ahí descansamos en un refugio porque el frío era terrible, y nos paramos a las 5 y media”.
El lunes descansaron cerca de La Laguna, “con un frío que no se aguantaba. A raticos nos parábamos a ver, ¡Cuándo va a amanecer aquí, pue’! Allí como que no pasan las horas”, pero sí, aclaró el día.
Sin bañarse desde que salieron, van rumbo a Ecuador, con una parada en Bucaramanga, y otras tantas agarrando monte para hacer del cuerpo, “porque no hay de otra”.
En el páramo, sin saber cómo, andan rápido, cantando, ya sin maletas, porque toda la ropa la tienen puesta.
Mora va con dos pantalones “porque el frío es terrible”, y uno de sus compañeros vació el bolso. Cuando se abre el saquillo lleva encima una pantaloneta, camisetas, y cuanto trapo hubo, para abrigarse de los tres grados centígrados.
Allí los zapatos pesan. Algunos tienen la suela lisa, otros están ‘estrenando’ con los zapatos viejos que alguien les regaló.
¿Que si vale la pena arriesgar tanto? “Sí, porque uno va con la meta de hacer todo por la familia”.
Mora, albañil, estampador y ayudante de cocina, llevaba un año sin hacer nada, “adelgazando, adelgazando, y dije: yo me voy”, y pese al trajín, “estamos mejor”.
El punto de congelación no los frena. “Vamos echando broma, cantando el himno, porque así es el venezolano. A pesar de las tragedias siempre echamos broma, sonreímos, agarramos fuerza y seguimos”.
El páramo asusta a los inmigrantes. Se escuchan historias de muertos, congelados, parejas y madres que murieron abrazados a sus hijos, pero ni Medicina Legal de Bucaramanga ni las autoridades locales tienen un solo reporte de los rumores, que aterran a los caminantes.
A Gustavo Alfonso López Guillén, de Barquisimeto, no solo lo espantó el frío, sino la combinación con su enfermedad: asma.
El joven, de 20 años, responde por un núcleo familiar de once personas y, con esa responsabilidad, salió el miércoles 15 de agosto hacia Barinas, solitario, en una larguísima ruta hacia Guasdualito, La Victoria, Arauquita, a donde entró por trocha, Saravena, y Pamplona.
“Caminé demasiado”, dice, y aunque el domingo le dieron el aventón desde Saravena a Pamplona, el camino “es demasiado largo, la carretera malísima, me tocó venirme en la carrocería del camión, y del brinca pa’cá, brinca pa’llá, la espalda me duele, me duelen las costillas, pero aquí estoy”.
Tres noches sin dormir y sin asearse pasan cuenta de cobro, pero “no voy a pasar ese páramo caminando”, sino en algún transporte caritativo.
“No importa que sea pasando el peaje, así queden cuatro horas de camino”.
Una ducha en Pamplona lo revivió, y la noche en el albergue de Martha Duque, a la entrada del casco urbano.
“Me he sentido al borde de reventar, llorar, llorar y llorar”, afirma, y aunque pensó en devolverse, la voluntad de seguir es más fuerte, de trabajar por esa inmensa familia que incluye una hija, y el deseo de pasar el temible páramo, como sea.
‘El piso no se ablanda’
Sobre la vía, llegando a Pamplona, dos albergues improvisados acogen a los adoloridos caminantes, en garajes y cuartos para guardar herramientas o vehículos.
Por fin, una oportunidad de ir al baño. En el caso de las mujeres, en la casa de Duque, y los hombres, a buscar al monte.
En la pared externa del refugio hay un pesebre pintado: los tres reyes magos, el niño, María y José; adentro, una valla publicitaria, colchonetas, andamios desarmados, tablas, colchonetas, sábanas… Otro pesebre, para un nacimiento distinto, el del cuerpo renovado con una noche digna.
Sin embargo, no todos tienen la oportunidad de refugiarse, porque apenas caben 20 personas donde Duque y 13 donde su vecino, Douglas; a los otros les toca a la intemperie, en inmediaciones de la antigua escuela Juan XXIII.
En ambos sitios, antes de dormir, a eso de las 9 p.m., llega la cena.
En la escuela hubo caldo y arepa. Un hombre, muy ágil, pregunta quién requiere curaciones en los pies, quién está enfermo.
Alguien le indica que una mujer no se puede mover, y la busca por todas partes.
“¿Dónde está la señora que no se puede mover? ¿Cuál es la señora?”, insiste con prisa, hasta que la encuentra en la carrocería de un camión, en el que duermen otros venezolanos.
Con mucha dificultad y una terrible tos, la mujer da pasos rígidos, y la llevan al hospital San Juan de Dios, junto con otra, también adolorida.
Poco antes de las 11 p.m. regresan inyectadas, y regañadas por no tener papeles. El hombre les dio dinero para el taxi en el que volvieron. Solo dijo ser carnicero, y hacer esto por ayudar.
Poco a poco se les cierran los ojos. Envueltos en delgadas cobijas, en sábanas, con sus camisetas en la cabeza, a modo de gorros, tiemblan, y se acomodan tras los muros, “para cortar el frío”.
A medianoche, un par de mujeres que hablaba sobre Nicolás Maduro y sus políticas, se cubre para intentar dormir.
A la una de la mañana, una leve llovizna levanta a algunos, que en voz baja, recuerdan que les está yendo bien, que los colombianos no los maltratan, y que deben seguir.
Otro reacomodo, hasta las 2 a.m., cuando una nube más cargada de agua levanta a la decena de personas.
Los que alcanzan el resguardo bajo el techo de la escuela, se vuelven a recostar; los que no, cruzan la autopista, y esperan un rato, hasta que escampa, y retoman su lugar junto al muro.
Dicen que no se puede dormir, pero se oyen algunos ronquidos.
A las 4:30 de la mañana, aún está oscurísimo, y las ganas de orinar levantan a las mujeres.
Hasta pasadas las 5 el frío es penetrante, los levanta a todos, “porque el piso no se ablanda, ni se calienta”, y aunque estén desbaratados por dentro y por fuera, el trayecto no se puede quebrar.
fuente por
Helena Sánchez Periodista regional de La Opinión